De acuerdo con Amnistía Internacional, en México existen más de 27.000 personas desaparecidas. Tan solo en 2014 el número alcanzó los 6.000 - convirtiéndose en un récord. Se estima que el número real sea mucho más alto; muchos casos no son reportados por miedo a represalias y debido a la desconfianza en las autoridades locales y gubernamentales.
Al trabajar con las familias de los 43 estudiantes de la escuela rural de Ayotzinapa que desaparecieron en Septiembre del 2014, una cosa se tornó clara para mí: a estas personas no solo les habían robado su futuro, pero la memoria de su pasado también estaba destinada a desaparecer. Más allá de algunas cuantas fotos de documentos oficiales e imágenes tomadas con celulares, muy pocas de estas familias poseen fotografías de sus seres queridos.
Esto me pareció una gran paradoja de los tiempos en que estamos viviendo: jamás se han producido tantas imágenes y cada vez menos de estas se imprimen. Pero, ¿quienes somos sin nuestras memorias? Siempre me han fascinado los retratos de familia y lo mucho que éstos representan y cuentan sobre nuestra identidad. La historia contada a través de los retratos posados es una de cambio a lo largo del tiempo. Las familias se ven distintas en distintas fotografías y así van narrando una historia de cómo y en donde vivimos.
Quizás a través de éstas imágenes, podemos constatar que en un mundo en constante cambio y pérdida inevitables, hay cosas que el tiempo no tiene derecho de destruir. Tal vez, la necesidad por tomarnos y poseer esas fotografías encuentra su raíz en nuestras creencias espirituales,y en nuestra convicción de que la vida no es apenas una serie de impulsos físicos que dejan de tener sentido alguno en el minuto en que cesan de existir.
"Una persona fotografiada ha alcanzado un momento de redención, salvada del destino de ser para siempre olvidada."